sábado, 5 de febrero de 2011

Leyendas dominicanas: Brujas

A veces estacionan sus escobas en lo más alto de la torre Washington, en el malecón, y se sientan a descansar un ratito escuchando el rumor del mar, que dicen que relaja mucho. Luego continúan viaje hacia Jarabacoa y otros valles de la región montañosa de La Vega, donde se reúnen de noche con sus colegas, bajo las matas de plátano de los conucos, a concebir maldades para los días siguientes.
En la oscuridad sin nubes, con un chin de suerte, podremos verlas cruzar  -sombra azabache-  por delante de la luna llena. Son las brujas.

Dice el mito que llegaron con los colonizadores, como una indeseada herencia que aún conserva los ecos de las creencias medievales de la Europa arcaica. Son seres de la noche, mujeres envejecidas y tétricas, sombrías y lúgubres.
Como en la rancia tradición, se desplazan en escobas, precursoras de los vuelos de bajo costo. Hay quien asegura que se quitan la piel y la ponen en remojo en una tinaja, antes de iniciar el vuelo, al grito de “¡sin Dios ni Santa María!”, una suerte de ábrete sésamo para acceder a las fuerzas más oscuras.

Mientras surcan las tinieblas, se escuchan sus espeluznantes carcajadas y destempladas salmodias, cuando no resoplan al viento un áspero y hosco foo foo foo con el que ahuyentan a quienes las descubren.

Pueden convertirse en negros pajarracos de mal agüero que revolotean sobre las casas emitiendo graznidos pavorosos, anunciando una muerte, una enfermedad o un daño irremediable e inmediato.

Las brujas dominicanas succionan la sangre de los recién nacidos sin bautizar, extrayéndola del ombligo o del dedo gordo del pie, a través del peciolo hueco de una hoja de higuereta o de lechosa; es decir, de ricino o de papaya en el español común. Para evitar esta desgracia, se les coloca a los neonatos una cintita roja con un amuleto en forma de mano empuñada de color negro que, según la sabiduría popular, les protege contra la brujería. Se cree que no atacan a los hijos de sus compadres ni a los mellizos ni gemelos.

Se espanta a las brujas colocando una testa de escoba cerca del techo, sobre la puerta de la casa, o dispersando granos de sal, mostaza y ajonjolí.  Temen especialmente a la sal que, por volar sin piel, escuece horriblemente sobre la carne viva y les inmoviliza las articulaciones.

Tumbar una bruja es trabajo de los tumbadores, personas con cierto poder que conocen los rituales necesarios. Cuando se atrapa a una hay que inmovilizarla hasta el amanecer. Con el sol, el encantamiento se rompe y puede descubrirse la identidad real de la maligna mujer.

En los más atroces tiempos del cristianismo europeo, la Congregación del Santo Oficio (Papa Pablo III, 1542) se llevó por delante a científicos, aristócratas, villanos, desgraciados, piltrafillas, herejes de variada calaña y a cualquiera que no acatase los principios de la santa madre iglesia. Pero, a mi entender, la candidata perfecta a la hoguera fue la bruja, por su bajo perfil y el repudio y temor de toda la comunidad, adornada con una tenebrosa y satánica vida, según los cánones de la época.

Los tiempos han cambiado y, en cualquier lugar del país, ahora, las brujas modernas echan las cartas y leen naipes, manos, bolas de cristal, posos de café y huesos de gallina, y aseguran tener comunicación con personas fallecidas, con santos o con el mismísimo diablo.

Cuando llueve y hace sol dicen que en algún lugar escondido se está casando una bruja.


IMAGEN: Espantabrujas colocado entre el techo y el marco superior de la puerta de la vivienda a proteger.


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