viernes, 11 de marzo de 2011

Rafael

Alguna tarde, cuando el calor aprieta, o sea, frecuentemente, suelo visitar el colmado de Rafael para echarme al coleto una Presidente bien fresquita y, de paso, departir con su propietario sobre cualquier cosa que venga a cuento, divina o humana. Un día es de fútbol ­el campeonato del mundo dio para mucho­, otro día toca política, algunos sobre pura filosofía de la vida, que en eso es una eminencia. A veces, sobre su ascendencia española, de la que presume discretamente. Así hasta que su pequeño dispensario se le llena de clientes, si se le llena, y entonces me despide con un guiño.

colmado1Rafael llegó a Santo Domingo con su esposa, desde Baní, hace ya muchos años, cuando todavía eran jóvenes, dice él. Es un hombre recio, de los de antes, con el mentón pronunciado y las manos gruesas, herencia de otros tiempos, de cuando cultivaba su propia tierra. Peina canas pero conserva el pelo, blanco, como su corazón. Guarda siempre una sonrisa y tal vez un consejo, si se lo piden, para todo aquel que asome por su pequeño negocio.

Se conoce al dedillo las propiedades curativas de la fruta que vende. Si usted anda cansado, no lo dude, sus naranjas las mejores; si la señora tiene mal las articulaciones, nada como sus manzanas; ¿problemas con el estómago?, el guineo maduro insustituible… Sale uno convencido de que se lleva lo mejor y, de regalo, una sonrisa, su sonrisa, gesto apreciado por todos los que le conocen, que son una enormidad.

Desde hace casi treinta años forma parte del paisaje del barrio. Siempre con su esposa, hasta que se la llevó el cáncer. Dicen que la lloró con lágrimas que no salen de los ojos, sino del corazón. Jamás perdió las buenas maneras y las ganas de vivir, y eso le hace grande entre los grandes.

La casualidad quiso que el camarero y dueño de un modesto restaurantito próxima a su colmado, compañero de juventud en Baní y algo más que un amigo para nuestro protagonista, me hiciera una confidencia mientras cenaba yo un delicioso chillo a la criolla. Desde hacía unos años, desde que su mujer faltaba, Rafael iba a tomarse un ronsito todos los sábados por la tarde, tal vez como premio a una semana dura. A la mitad del trago hacía una llamada: “Era corta; él no hablaba; me extrañó siempre aquel silencio y, sobre todo, la sonrisa tan especial de su rostro”, me dijo el dueño.

Una tarde, Rafael olvidó su teléfono celular sobre la mesa y, el camarero, profundamente curioso, decidió pulsar la tecla de rellamada. Aún le temblaban las piernas, me contó, al recordar, al otro lado del auricular, la voz de la esposa de Rafael, femenina y joven, pidiendo dejar un mensaje después de oír la señal. Comprendió entonces que Rafael llamaba a su propia casa para escuchar a su esposa, cada semana, aunque solo fuera una grabación pero, probablemente, la única manera de sentirla cerca, al menos un momento, suficiente para seguir adelante.

Tal vez por eso, Rafael no ha perdido la sonrisa.


IMAGEN: Colmado típico dominicano.

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