viernes, 11 de junio de 2010

La carretera de las lágrimas

Haití es el país más pobre del hemisferio occidental. La malnutrición está ampliamente extendida y apenas la mitad de la población tiene acceso al agua potable. El analfabetismo y las enfermedades que genera la pobreza golpean duro.

En este entorno, unos minutos antes de las 5 de la tarde del 12 de enero de 2010, la placa tectónica del Caribe se deslizó y presionó sobre su vecina norteamericana, produciendo un terremoto de proporciones bíblicas, con el resultado de doscientos mil muertos, quinientos mil niños huérfanos, más de un millón y medio de personas sin hogar y tres millones de damnificados.

En Jimani, República Dominicana, desde donde iniciamos el camino hacia el infierno haitiano, perduran los ecos de la tragedia. Llegamos a Mal Passe, que no es propiamente un pueblo, sino una ranchería ya en territorio haitiano; luego Font Parisien, un lugar de hermoso nombre sin nada destacable; Petion Ville y, finalmente, Puerto Príncipe, tras unos 90 minutos de viaje.

Apenas se ven campos de cultivo en esta carretera de las lágrimas por donde ingresó al país una gran parte de la ayuda humanitaria. Pequeñas plantaciones de supervivencia, cocos y mangos. La ganadería, escasa, y la industria, inexistente.

El desastre sobrecoge. Han pasado cinco meses desde que el terremoto golpeara Haití con tanta saña. El paisaje es una espeluznante naturaleza muerta, desgarrada. Todo lo que veo es desolación, como si un demiurgo exterminador y loco hubiera decidido acabar de golpe con este país permanentemente fallido, en los últimos puestos del desarrollo humano.

Se percibe una miseria antigua, una población resignada a la pobreza, que sobrevive milagrosamente llorando a sus muertos, bajo unos gobernantes que se olvidaron hace mucho tiempo de los ciudadanos a los que prometieron una vida mejor durante sus ruidosas, falaces y embusteras campañas políticas.

Parece como si nadie se hubiera molestado en retirar los escombros. Un hombre se lava los antebrazos en un charco de agua estancada. Entre la basura y los edificios derruidos, se han establecido pequeños puestos aprovisionados a costa del saqueo. Venden comida, ropa y, en una ironía suprema, productos de higiene. Un desagradable hedor lo impregna todo. Por todas partes, vehículos de la ONU, cascos azules y soldados norteamericanos. Los haitianos, sentados en el suelo, miran, como espectadores de una película de terror en la que ellos mismos son los protagonistas.

No hubo avisos, ni evacuación, ni alarma. El cinismo de este siglo naciente, llenó el país de cooperantes, voluntarios y ayuda humanitaria que, en gran parte, se la tragó la corrupción, el egoísmo y los absurdos caminos de las burocracias.

Hasta el infierno se resiste a una versión figurativa del tormento de miles y miles de personas que vagan heridas, mutiladas, hambrientas, enfermas y sin sombra de remedio ni esperanza entre las ruinas de su propia carne.

Entre las ruinas de su propia nada.


IMAGEN: Miles de haitianos huyeron hacia el interior en busca de comida y seguridad. El costo del combustible se disparó y los conductores elevaron el precio de los billetes, forzando a algunos a pagar más del sueldo de tres días por un asiento.


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